Nuestro estimado escritor, historiador, ensayista y poeta Jorge Eduardo Arellano nos envía el borrador de un interesantísimo estudio sobre la vida y obra del artista nica-mexicano Roberto de la Selva, que será publicado próximamente en el Boletín Nicaragüense de Bibliografía y Documentación del Banco Central de Nicaragua.
En esta oportunidad nos permitimos publicar, de esto estudio, los capítulos siguientes:
-Esculturas, tallas policromadas y teoría del arte de Roberto de la Selva / Jorge Eduardo Arellano
-El nuevo género en Artes Plásticas creado por Roberto de la Selva / Carleton Beals
-El estilo mexicano / Roberto de la Selva
Mientras que por falta de espacio no vamos a publicar la bibliografía y la rica colección de obras que el poeta Jorge Eduardo Arellano publicará en el Boletín mencionado.
Estos tres artículos esbozan magistralmente la vida y obra del artista Roberto de la Selva. Personalmente, como pintor, puedo solamente añadir un sentir, una sensación o consideración personal con respecto a la obra de Roberto de la Selva en el camino de lo que Carleton Beals llama “fusión en una síntesis cultural de formas de arte indias, negras y europeas occidentales”.
Claro que, como dice el mismo Beals “La primera comparación que evocaron en mí las maderas talladas y policromadas del artista nicaragüense Roberto de la Selva, fue con los brillantes bajorrelieves de porcelana del renacentista Della Robbia”. Sobre todo, recordando el friso de Giovanni Della Robbia en el Hospital del Ceppo en Pistoia.
Pero allí, en los Della Robbia, nos encontramos en un camino ya bien avanzado del Renacimiento, y en el caso de Roberto de la Selva, quizás deberíamos pensar en algo más arcaico, tal vez como los altorrelieves de los meses y las estaciones de Benedetto Antelami en el Baptisterio de Parma
O pensamos incluso en las figuraciónes de los cuerpos humanos más rechonchos como en el Wiligelmo del Duomo de Módena.
O más primitivo aún, como los altorrelieves policromados de los Maestros Campioneses
Si miramos también a muchas de las obras Mexicanas de la época, podemos encontrar este carácter propiamente un poco rechoncho, redondo, como de originario, un poco tosco, elemental como de síntesis de formas y de colores, sencillo, monumental……es lo arcaico de cada época nueva…” que pertenece a los primeros tiempos o fases de una cosa que no ha alcanzado todavía su pleno desarrollo”.
Las obras arcaicas de cada época esconden casi siempre un primitivismo aparentemente ingenuo, muy autentico y nada de apariencia, y este nos parece ser el carácter del grande arte mexicano post revolucionario…… y, hablando del nica-mexicano Roberto de la Selva, valdría la pena no olvidar nuestra historia del arte nicaragüense post revolucionaria, en donde también hay mucho de arcaico y realmente autentico, como por ejemplo El Pequeño Ejército Loco de Leonel Cerrato, el primer grande mural en piedras naturales nicaragüenses.
Recién terminada he comentado esta obra diciendo: “Esta es una gran composición con un potente sabor “arcaico”, que pertenece todavía a los primeros tiempos o fases del nuevo Arte Público-Monumental que se ha venido forjando luego del triunfo, por todos los años 80 y que sigue todavía hoy en fase de desarrollo. Con un lenguaje sencillo, primitivo, pero nada ingenuo y fuera de las efímeras tendencias a la moda, Leonel Cerrato ha representado un General y su Ejército como una grande alegoría a la Paz (¿cómo no recordar a las historias de LA VIDA DE SAN FRANCISCO de Giotto en la Basílica Superior de Asis?). Esta es una obra de guerra que representa la paz”.
Exactamente lo mismo, un arte de paz en momentos de grandes conflictos sociales, y un arte de futuro, que abre caminos, nos dicen los siguientes escritos sobre Roberto de la Selva del excelente estudio de Jorge Eduardo Arellano.
EL ARTISTA NICA-MEXICANO ROBERTO DE LA SELVA (1895-1957)
ESCULTURAS, TALLAS POLICROMADAS Y TEORÍA DEL ARTE DE ROBERTO DE LA SELVA
Jorge Eduardo Arellano
El primer artista plástico moderno de su patria fue Roberto de la Selva (León, Nicaragua, 25 de febrero, 1895-Caborca, Sonora, México, 14 de junio, 1957). Pero esa prioridad la tuvo fuera de ella; de manera que, como la poesía de su hermano Salomón, sus esculturas, tallas policromadas y piezas pictóricas las ignoraban sus compatriotas durante los momentos de su desarrollo a partir de 1921.
Iniciación en México
Ese año se había instalado en México y al siguiente, mientras cursaba en la Academia de San Carlos guiado por el maestro Ignacio Asúnsola, ya producía sus primeros bustos en madera: un Benito Juárez con un tratado original del cabello y de una gran severidad —elogiado por el pintor Diego Rivera y el crítico Walter Pach, dos de las opiniones más autorizadas de Hispanoamérica—, un tipo hispano-náhuatl y un Rubén Darío con una satisfecha expresión epicúrea.
Divulgadas en El Fígaro de La Habana por el polígrafo Pedro Henríquez Ureña, quien las había elogiado desde México en carta del 19 de marzo de 1922, esas obras recibieron la consideración entusiasta del poeta cubano Mariano Brull al calificarlas en la revista Chic de su país (agosto de 1923) como excelentes muestras de una iniciación afortunada… con visión propia de su arte, y que lucha por dar expresión y carácter a temas genuinamente americanos […] A quien así se inicia —concluía Brull—,no sería exagerado augurarle una plenitud de altas realizaciones.
Además de ejercer como oficial segundo de la Fábrica Nacional de Cartuchos Número Uno, cargo para el cual había sido nombrado por el presidente de México el 13 de febrero de 1923, De la Selva estudiaba por cuenta propia la técnica indígena de tallar la madera entre grupos étnicos de México, especialmente en varios puntos de la región de Tehuantepec y en Apizaco. Luego viajó a Guatemala, vía Suchiate, para perfeccionar la misma técnica en julio de 1926, marchándose ese último año a Nueva York. Allí se especializó en objetos utilitarios —sillas y mesas— con motivos aztecas y mayas, los cuales adquirieron alguna demanda.
En cambio, no gozaron de esa suerte unos perfiles cubistas, otro Rubén Darío, también concebido desde el cubismo —las primeras obras de esa corriente logradas por un centroamericano—, un par de Evas, los bustos de Santo Tomás, Antonio Caso (de 1924), Greta Garbo, Ethel Barrymore y Joyce Koby, entre otras, más 16 tallas concluidas en Nueva York.
Intermezzo neoyorquino
Cuatro años vivió Roberto de la Selva en la gran cosmópolis administrando un pequeño restaurante de su propiedad: El Charro, en la Quinta Avenida (100 y 115 St.), donde se reunían su hermano Salomón, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Sherwood Anderson, Waldo Frank y el nicaragüense José Román. Además de tomar tequila y mezcal, conversaban sobre problemas sociales, locuras políticas y el plato del día: Sandino.
El 17 de abril de 1926 la mexicana Anita Brener recibió y atendió a Roberto y a Salomón de la Selva en su casa; les acompañaban los artistas Rufino Tamayo, Jean Charlot, Carlos Mérida y de nuevo Diego Rivera. En enero de 1928 el periódico en español La Prensa publicó un artículo sobre el famoso guitarrista hispano Andrés Segovia, ilustrado con una caricatura de este elaborada por Roberto. Entonces De la Selva era bilingüe y treintañero, moreno y delgado, cara ovalada y ojos café, según tarjeta del consulado de México en Nueva York, expedida el 8 de noviembre de 1929.
Semanas después, ya se hallaba en el Distrito Federal proyectando fabricar vestidos en estilo mexicano para el mercado de los EE.UU., de acuerdo con la carta de Diego Rivera, suscrita el 5 de diciembre de 1929, a Jorge Enciso, alto funcionario del Ministerio de Educación. Como creo muy interesante el propósito de mi amigo Roberto —escribía Rivera— te agradecería le ayudaras en lo que sea posible. Esta ayuda sería, sobre todo, en facilitarle local para taller…
Exposiciones en el Distrito Federal
Dos años más tarde presentó una exposición en la Galería Tlaquepaque (Avenida Juárez 14) bajo el patrocinio del Departamento de Extensión Cultural de la Universidad de México. Esta exposición del 8 de julio de 1931 constaba de 25 piezas. A ella siguió otra más importante en la sala Arte Mexicano, inaugurada el 18 de agosto de 1933 por el presidente de Bellas Artes Jesús Silva Herzog, el jefe del Departamento del Trabajo Juan de Dios Bojorques y el encargado de negocios de Nicaragua en México Salvador Calderón Ramírez.
Para esa fecha, De la Selva ya había asimilado su mexicanismo y encontrado su estilo: la intercalación de tintas y la pureza de los colores, la sencillez de su técnica, el movimiento de las figuras y la profundidad de las perspectivas. Por otro lado, en esa misma exposición figuraban tres bustos vaciados en bronce: el de su esposa Amparo del Carmen Mercedes Retama, el de una niña y el del general Augusto César Sandino —que admiré en el apartamento de Mélida de la Selva, febrero de 1975—, aunque decaía en su tercer Rubén Darío.
Por fin —tras naturalizarse mexicano el 27 de octubre de 1933— vino la consagración en el Palacio de Bellas Artes, edificio que se inauguraba con su exposición durante la primera quincena de noviembre de 1934, constando de 66 tallas policromadas, 6 estatuillas y 2 cabezas en bronce.
De las primeras eran notables, por su sorprendente belleza y riqueza decorativa, las flores y plantas, frutas y paisajes; y «Recogiendo la cosecha», prodigio de sensibilidad y estilización. En cuanto a las segundas, destacaban «Raza agobiada», «La Yucateca» y «La Tehuana», ejemplos de acabada maestría que lo revelaba como dueño de los más amplios recursos del modelado y del colorido. Por ello De la Selva fue invitado para trasladar esta exposición al Museo Roerich de Nueva York, cautivando a sus visitantes.
Valoración de Carleton Beals
«El artista policroma la madera preciosa, viva y suntuosamente, pero con justa armonía tonal, y en su sobriedad elegante, al decorar las figuras, hace resaltar simplemente el color natural de la madera, en ocre o con el blanco de la caoba» (Excélsior, viernes 2 de noviembre, 1934). Aparte de ese elogio, hubo otros como los de Enrique González Martínez, Luis Hidalgo, Arturo Rigel y Carleton Beals. Rigel anotó que De la Selva había crecido en México: «Aquí desarrolló su temperamento, afinó su sensibilidad, encausó sus anhelos». Y Beals admiró esas piezas en el International Art Center of Roerich Museum de Nueva York, durante la segunda quincena de diciembre, 1934. También redactó el estudio «The New Genre of Roberto de la Selva» que, con otro de Rebecca Kaye, «The Art Philosophy of Roberto de la Selva» (1936), fue editado en folleto por el Centro de Estudios Pedagógicos e Hispanoamericanos de México (1937).
Para Beals, las maderas talladas del artista De la Selva en caoba blanca —dura y fina— constituían un nuevo género de artes plásticas, pese a tener su fuente en los bastones de Apizaco, donde había aprendido a crearlo o, mejor, a revivirlo, otorgando categoría de arte mayor a una actividad tradicional reducida a cosa inferior. A sus tallas, en efecto, las pintaba en colores de barro cocido, material netamente indígena, teniendo por temas escenas rurales (grupos en cotidianos menesteres: acarreando agua, vendiendo flores y cañas, pilando café, fabricando petates y canastas, recogiendo la cosecha, cortando plátanos, etc.) y de la historia de México, o más bien, de su Revolución.
Por algo en el bilingüe Digesto Latinoamericano, o Latin American Digest, de Panamá, entre el 31 de octubre de 1933 y el 11 de junio de 1934, se reprodujeron once de estas tallas que incluían las tituladas, precisamente «La Paz», «La Guerra», «México revolucionario», «Revolución mexicana », «Estampas mexicanas», «Tehuanas», «Danza», «Escena callejera», «Loza» y «Las tres Américas», además de los bustos en bronce —otra vez— de Augusto César Sandino, Plutarco Elías Calles y Retrato de niño.
Hablando en arraigado idioma mexicano, por decirlo en pocas palabras, De la Selva dio su aporte modesto y original, sin ninguna vinculación europea como la del propio Rivera, al gran renacimiento artístico generado por la Revolución Mexicana. Pero, más que el último fenómeno, lo que captó esencialmente fue la misma vida mexicana a la cual —libre de sentimentalismo turístico— descubrió su fuerza, el hondo y aun recóndito sentir que exhalaba su inimaginable paciencia, la delicada belleza de su sencillez, la hermosura de su preocupación por la tierra y su calma indiferente ante los fetiches extranjeros.
Así concebía Beals desde Nueva York, compartiendo estos conceptos con los críticos de arte del Literary Digest y del New York Times, al originario de Nicaragua que elevaba un arte secundario, fundamentalmente decorativo, a una expresión de primer orden, infundiéndole nueva potencia y revistiéndolo de sabiduría y universalidad. En su interesante estudio, el ensayista estadounidense añadía que De la Selva desentrañaba valores eternos de la vida indígena, adaptaciones mestizas y de las clases bajas de México. Hasta llegó a compararlo —no a equipararlo—, a los grandes creadores de la pintura mexicana moderna:
Si bien no le atormenta la avidez de propaganda y la determinación brutal de Diego Rivera, ni el mal del alma de José Clemente Orozco —quien sublimiza la agonía racial transformándola en un misticismo—, ni las invenciones paradójicas de David Alfaro Siqueiros creador de un surrealismo sustentado en el énfasis que les da a las características recesivas y en la expansión de lo diminuto en gigantesco, De la Selva, sin embargo, parte del movimiento artístico general de México, cuya tendencia central es la revaluación de la historia, de la política y de la estética en términos de justicia social y de liberación económica.
Exposiciones en Nueva York y Panamá
Volviendo a la exposición en el International Art Center of Roerich Museum, de Nueva York (15 de diciembre, 1934-5 de enero, 1935), fue patrocinada por 38 personalidades, incluyendo representantes de los gobiernos de México, Nicaragua y Estados Unidos. Nueve estatuas de madera, ocho tallados y siete cabezas o retratos en bronce sumaban sus obras, correspondiendo tres de las últimas a la del fotógrafo Alfred Stieglitz, a la del novelista Waldo Frank y al del inventor Thomas Alba Edison.
A su regreso de Nueva York a México, De la Selva y su esposa se embarcaron en el Habana que naufragaría al norte de las Bahamas el 6 de enero de 1935; pero sus pasajeros fueron rescatados.
Sin duda a nivel continental, el aporte de Roberto de la Selva estaba a la altura de los peruanos José Sabogal y Camilo Blas, cuando los tres exponían en la Escuela Normal de Institutoras de Panamá, a través del Centro de Estudios Pedagógicos e Hispanoamericanos, de la misma ciudad, del 1ro. al 16 de agosto de 1935. Organizada por su hermano Salomón, esa convocatoria reunía una selección de 22 tallas policromadas, entre las cuales figuraba «En el camino», duplicada en sepia: una pareja que marcha, resignada y fatigadamente, a ganarse el pan diario; vistos de espaldas, se dirigen a un destino incierto. Se trata de un gran tema con una composición simple como las restantes tallas que, según el propio Salomón en carta del 25 de septiembre de 1935, tuvieron éxito enorme, aclarando:
Pero éxito de arte. En cuanto a lo económico, toda la exposición [de Arte Hispanoamericano] fue un fracaso. El gobierno del Ecuador erogó la suma de quince mil sucres para enviarnos una magna exposición. No lograron vender nada. Ocho artistas peruanos […] enviaron cuadros; y tampoco lograron vender nada. Leal trajo una amplia colección de grabados. Hasta la fecha ha vendido solo uno, por 5 dólares. Todavía estamos aquí [en Panamá] en un estado tal que solo las láminas coloridas que hacen los alemanes (mujeres envueltas en velo y rodeadas de cupidillos burgueses) sirven para decorar hogares. Las gentes encantadas de ver arte de verdad, tienen miedo de colgar esas cosas en sus paredes. Para navidad parece que puede haber venta. Veremos.
Últimos años
Empeñado, pues, en restablecer creadoramente la tradición artística y popular de México que explotaba como pocos —y, en su género, fusionando pintura y escultura, como nadie—, Roberto de la Selva siguió esa misma línea, agotándose a principios de los años cuarenta, mientras había otorgado concesiones al turismo, aproximándose al souvenir en tallas policromadas como «Flores de Xochimilco», «La Danza del Venadito», «Fiesta de Santa Anita» y «Ai nomás, tras la Lomita», reproducidas en la publicación periódica Revista de revistas. En 1938 pintaba el fresco «Veracruz fecundo» y el 6 de octubre de 1939 se divorciaba de su primera esposa, residiendo en el Distrito Federal (Tapachula, 87). Luego laboró en el Hipódromo de las Américas, S.A., en el Departamento de Apuestas; tal lo indica pase de empleado del 12 de octubre de 1945. Cuatro años después contraería matrimonio en Mexicalli con Beatriz Banuett, instalán14 dose en Avenida Lerdo, 1700, Colonia Nueva. En 1950 era agente de la lotería en Mexicalli y, entre otras, elaboró la estatua de Cuauhtémoc —dos metros de alto en cemento— para el gobierno del territorio norte de Baja California.
Sin embargo, de 1938 data una exposición del artista nica-mexicano en Japón (en 1939 iba a exhibir en Londres y París, bajo el auspicio de «The Estudio» de la capital inglesa, pero la Segunda Guerra lo impidió) y recibiría la valoración del español Fernando Vázquez Ocaña, director del diario La Vanguardia de Barcelona; del chileno Arturo Torres-Rioseco, uno de sus clientes; del norteamericano Walt Carmon, de la New Masses de Nueva York y de la revista Ars (marzo, 1942), en la que Antonio Castro Leal interrogaba: las curiosidades mexicanas de De la Selva, ¿no podrían cumplir su destino y ser, al mismo tiempo, obras de arte?
También el polaco Jerzy Halamsky, director del diario La Pologne de Demain de París, le dedicó unas páginas («Roberto de la Selva: escultor del pueblo»), sosteniendo que lo más conmovedor de sus obras era el sentimiento de solidaridad con los oprimidos, el problema de la igualdad y la justicia humana, más la misión de crearles para que sus ideales sociales se convirtiesen en realidad.
A mucho más (y exageradamente) llegó Rebecca Kaye en la revista Mexican Life afirmando que De la Selva quizás era el más auténticamente mexicano de las principales figuras del renacimiento artístico de México: Orozco, Fermín Revueltas, Siqueiros, Rivera, el francés Jean Charlot y el japonés Kitagawa, por no haber encontrado las raíces de su arte en Europa y en Oriente, sino en el propio México, constituyendo un caso singular.
Atribuido por el suscrito, en parte, a características nicaragüenses como temperamento volcánico e imaginación desbordante, su caso es un digno ejemplo del genio de Nicaragua, capaz de adaptarse y formarse en medios extraños y de crear fecundamente en cualquier circunstancia y no solo en su momento oportuno. Porque De la Selva fue una vocación tardía si se toma en cuenta que hasta los 27 años se inició en las artes plásticas.
Estas, en general, siempre le fueron afines, ya que no dejó de ejecutar la pintura y de persistir en la escultura. Diferentes cuadros, por ejemplo, uno en blanco y rojo vino sobre fondo negro de Cristo Resucitado y el apóstol Tomás —con un perfecto juego de manos abriendo la túnica e introduciendo los dedos en las llagas—, una gran estatua de Morelos (1950) y decenas de bustos, como los de Venustiano Carranza y Plutarco Elías Calles, confirman esa fidelidad con relativa abundancia.
Habría que agregar las cuatro estatuas de bronce —más grandes que el tamaño natural— en el Parque Central de la ciudad de Mexicalli; las cabezas en madera de Lincoln y Gandhi; el cuadro al óleo «La joven y los sátiros», una talla —no policromada— sobre el pasaje bíblico de Salomé y Juan Bautista (ambas en una colección privada de Managua), un busto de bronce de su hermano Salomón (expuesto en una plazoleta de la UNAN Managua), un autorretrato del escultor y la imprescindible talla policromada «India de Tehuantepec», perteneciente a la Pinacoteca del Banco Central de Nicaragua.
Más aún: nunca dejó de tallar la madera. El 17 de diciembre de 1952 escribía a su hermano Raúl preguntando acerca de la talla que había remitido a otro hermano: León. Tampoco fue infiel a las cabezas. En la exposición de la sala Artes, del 6 al 18 de septiembre de 1942, además de sus maderas policromadas y figuras talladas en fresno, presentó cabezas (algunas en yeso patinado) de Pasteur, Miguel Hidalgo Costilla, Salvador Díaz Mirón, Buenaventura Selva, Miguel Lanz Duret, Winston Churchill, una «muchacha americana» y la cuarta de Rubén Darío. Esta fue adquirida por la Universidad Nacional Autónoma de México y develizada en el XXV aniversario de la muerte del poeta.
Su filosofía del arte glosada por Rebecca Kaye
Sin embargo, a Roberto de la Selva no le fue posible alcanzar la plenitud que le auguraba el comienzo de su carrera Mariano Brull; sus altas realizaciones, sobre todo en los tallados, fueron de los años treinta cuando llegó a formular una filosofía del arte. Inspirado en las ideas de su hermano Salomón y con un formidable despliegue de conocimientos literarios y pictóricos, publicó en El Nacional, periódico de mucha circulación, una serie de 24 artículos, entre 1935 y 1936, sobre El arte en México, valorando a Rivera y Orozco, puntualizando sobre los siguientes temas, entre otros: «El fracaso de la crítica de arte», «El origen biológico del arte», «Arte mayor y arte menor», «Arte primitivo y arte derivado», «Arte y marxismo», «Arte aristocrático, democrático y socialista», «Arte y magia», «El arte y la máquina», «La exposición de la Lear», «Significación trascendental del arte en México « y «El estilo mexicano».
La filosofía del arte de De la Selva fue glosada por la crítica estadounidense Rebecca Kaye. Anotó esta, en traducción de María Augusta Montealegre: «De la Selva descarta completamente la teoría del arte como producto de la inspiración y postula una nueva teoría, más en concordancia con la ciencia moderna: el arte como función fisiológica mediante la cual se manifiesta el temperamento del individuo». Y transcribe esta declaración de De la Selva:
El impulso artístico, la iniciativa creadora, es un rasgo humano normal. Pero la vida condiciona y limita al hombre; y como la vida es lucha constante, este hecho obliga al hombre, en el acto de crear a tomar una de tres actitudes, ninguna otra es posible; a saber: una actitud de agresión, una actitud de defensa y una de evasión. Y mientras el individuo puede asumir primero una y luego otra de esas actitudes, una de ellas predominará en él y le otorgará su carácter definido y definitivo.
Kaye continua: «Sustentado en estas premisas, De la Selva enuncia las tres categorías del arte que correspondientemente denomina La Espada, símbolo de la agresividad; El Escudo, expresión de la actitud de defensa; y La Cueva de Latmos, objetivo de la escapatoria de la vida, que es lucha. En todo lo que haga —sostiene De la Selva— el hombre no hace más que asestar golpes, o pararlos, o huir de la golpiza que es la vida. Considérese que el puñal no es más que una espada diminuta, que la bala no es más que punta de espada, cuya larga hoja es de invisible fuerza […] Considérese que la ropa que vestimos es en efecto escudo, que escudo son las casas en que vivimos, escudos las ciudades, el vientre de la madre y su regazo y la inevitable sepultura; y considérese que cuando no es ni espada ni escudo se ha salido como sortilegio del círculo y no tiene calidad de vida, la ha negado y rechazado […] El hombre por fuerza tiene que blandir arma o alzar escudo o poner pies en polvorosa. De lo contrario, no vive, no responde, no reacciona a la vida». Y Kaye prosigue citando a De la Selva:
Las categorías que yo he sido el primero en enunciar se hallarán en todo Arte y con meridiana claridad en la Literatura. La obra de Homero es paradigmáticamente un escudo glorioso, semejante al de Aquiles que el mismo Homero describe, donde —sobre siete espesores de cueros de res— Heafestos forjó placa en bronce adornada con escenas de la vida de los griegos y con figuras de dioses y de héroes hechas en oro y plata. Detrás de tan invulnerable escudo, Homero conquistó la vida tan por completo, que lo que es a él, jamás podremos vislumbrarlo siquiera.
Así también es la obra de Shakespeare: escudo, pero diseñado como el de Perseo para alcanzar victoria sobre la Gorgona; escudo hecho con superficie de espejo: quien a él se acerca se verá reflejado, pero a Shakespeare no lo veré, tan bien escudado está el poeta por el perfecto escudo que se forjó.
Muy discutible es la obra de Eurípides, la de Erasmo, la de Voltaire, la de Ibsen, todos quienes dieron potentes mandobles con espadas filosas de gran peso y jamás obtusas. Bajo esta categoría cortante y punzante, debemos colocar el Sermón de la Montaña de Jesús, y los escritos combativos de Lenin. Recordemos que Jesús mismo declaró que no traería paz, sino espada.
Finalmente, recordemos la antigua fábula del amor que la Luna le tuvo a Endimión, amor tan celoso que la diosa no podía tolerar que el joven respirase, ni en el recuerdo, un ambiente que no fuese todo de ella; por lo que lo raptó y lo escondió en eterna cueva de Latmos, donde le abandonaron memoria de toda cosa y la conciencia de la vida. Esta cueva latmoniana corresponde al tercer arquetipo de Arte que tantos buscan y fue encontrado completamente por Edgar Allan Poe, cuya obra es de la más alta perfección, una cosa que respira un aire «fuera del tiempo y el espacio», como él mismo afirma. Los líricos pertenecen siempre a esta categoría, mientras los trágicos son más agresivos y los épicos más defensivos. Así, Diego Rivera es épico; Clemente Orozco, trágico y Revueltas lírico.
Para Kaye, de acuerdo con esta clasificación, «la obra de Roberto de la Selva sería lírica, en cuanto a expresión y Escudo en cuanto a categoría. Las suyas son escenas de la vida mexicana, especialmente de la vida del indio, que es carne y sangre de canción. No hay agresividad en los tallados de De la Selva, sino la representación amorosa y fiel del indio que trabaja, que descansa y va por los caminos llevando enormes cargas primitivas, que concurre a los mercados donde exhibe su colorida mercancía, sus sabrosas frutas, que en los campos siembra o recoge; que en su hogar trabaja o se solaza, enamora o cría, episodios de cotidiana repetición elevados a planos de significación merced al don inefable del artista. Y lo que no es corriente de todos los días, también nos lo reproduce De la Selva: el indio en sus danzas, levantado en armas, zapatista de anchos sombreros y rifle en mano, y la mujer que lo sigue, caminando a encontrarse con su jefe, descansando en las treguas o llorando al paladín caído en ‘Pietá mexicana’».
Vinculación con Nicaragua
Por otro lado, Roberto de la Selva estuvo vinculado a Nicaragua a través de la ancestral cultura mesoamericana que compartía su país natal con México y de la gran admiración que le despertaba Augusto César Sandino, a quien llamó Soldado del continente. En su artículo: «Nicaragua y su destino» (1935), De la Selva dejó esta penetrante anotación: «En Nicaragua —Nicarahua, como pronunciamos los nicaragüenses— el idioma Náhuatl tuvo admirable desarrollo y se ha podido recoger un tesoro indicativo de lo que sería el desarrollo literario nicaragüense: El Güegüense, ballet hablado, en hispano-náhuatl, la pieza teatral más antigua del hemisferio y una de las más interesantes de la literatura del mundo». En cuanto a Sandino, le mereció esta otra:
De las intervenciones armadas en Nicaragua, no es preciso hablar aquí. Contra una de ellas se levantó Sandino, a quien se admiró… ¡Y se dejó solo! Acerca del canal, Sandino había propuesto que se construyera para la humanidad, bajo la custodia de todas las repúblicas hispanoamericanas, y que lo administrara el gobierno de Nicaragua. Soñó también Sandino con la Unión de Centroamérica, y más aún, con la Unión de Centroamérica y México, y con la realización hemisférica del ideal bolivariano de una Unión de la América anteriormente española.
Y porque acompañó la acción a su sueño, en vez de usarlo solo como tema de discurso, tras una resistencia de casi seis años a las fuerzas armadas de los Estados Unidos, cuando estas fuerzas se retiraron sin haberlo vencido, mano de verdugo vendido lo asesinó públicamente en Nicaragua misma.
Final
En fin, Roberto de la Selva falleció —ya se dijo— el 14 de junio de 1957, en su domicilio, Calle Obregón, 11, Caborca, Sonora, a causa de una trombosis de la arteria iliaca primitiva izquierda, marchándose — como lo esperaba su sobrino Salomón de la Selva Castillo—, sin haber dado las obras que le debía al mundo, a su tribu familiar y a sí mismo. Pero no hay duda que sus aportes al desarrollo artístico de México y a la teoría del arte en general no merecen relegarse al olvido.
EL NUEVO GÉNERO EN ARTES PLÁSTICAS CREADO POR ROBERTO DE LA SELVA
Carleton Beals
[De El Universal, México, D.F., 20 de octubre de 1934. Reproducido en Repertorio Americano, t. XXX, No. 11, 16 de marzo de 1936, pp. 164-165.]
LA PRIMERA comparación que evocaron en mí las maderas talladas y policromadas del artista nicaragüense Roberto de la Selva, fue con los brillantes bajorrelieves de porcelana del renacentista Della Robbia, el menor.
En la obra de ambos hay una semejanza de frescura, de vivacidad y de encanto de carácter y color. En una y otra labor se patentiza el rico sello manual del taller modesto. En el uno como en el otro, la producción artística tiene olor de sudor de vida real.
Si se quiere extremar más allá esta comparación, se nos evapora. Los tallados de De la Selva encarnan una cultura y una tradición diferentes, una ideología y contenido distintos. Los medios que emplean uno y otro artista son lo más diverso que se puede dar: sus técnicas no tienen nada en común. Si en cierta manera esotérica los dos imparten un sabor estético similar, ello se debe solo a la semejanza del vigor emotivo que a ambos inspira, a la coincidencia del impulso renacentista, a la libertad que les ha brindado a uno y a otro, siglos de por medio, una época de experimentación, y al uso jubiloso que los dos hacen de los colores.
Fundamentalmente toda comparación de esas con Della Robbia es injusto. De De la Selva se puede decir que casi ha creado un género enteramente nuevo, lo cual es concedido a pocos artistas. Casi llega a elevar un arte secundario, por más que sea de lo más antiguo y primitivo, a un nivel de expresión de primer orden, dándole nueva potencialidad, flexibilidad y movimiento, revistiendo de sabiduría y universalidad un medio, decorativo en esencia y función y todo ingenuidad. Así refuerza De la Selva la creencia de que el verdadero artista puede crearse un medio vigoroso de expresión, capaz de abarcarlo todo, sea cual fuere el medio que emplee.
Cualesquiera que sean las comparaciones a que nos entreguemos, la visión, la síntesis y la técnica de De la Selva son únicas y muy suyas inequívocamente. Su obra tiene raíces hondas discernibles. Está arraigada en la región tropical de tierra firme de América, en México, y en el apercibimiento personal que él tiene de la vida y de las potencialidades de esas regiones. Él mismo es producto tropical.
Sus materiales son indígenas: la caoba blanca, madera pesada, dura, pero extremadamente fina, que sugiere pureza virginal a la vez que madura perfección; madera de grano tan fino que, a pesar de su resistencia al buril parece casi tan excelente, como medio plástico, como el mármol. Los colores que emplea para policromar son los colores de barro molido, tradicionales de México, cálidos de sol y reminiscentes de siglos de utilización cariñosa; colores empapados en tradición rural y en un amor del suelo tan profundo como en China e Italia.
El contenido del arte de De la Selva es tan antiguo como el campesinaje que pacientemente ha sobrevivido siglos de explotación, pero este contenido es por completo moderno en cuanto a manejo y manera de ver: es una revaluación de la cultura básica en términos de agitación revolucionaria actual. De la Selva nos ofrece vivas escenas rurales, dándoles forma y proyectándolas dentro de un marco estético que agrada y satisface, escenas en las que redescubre significado específico y universal. Si bien no le atormenta la avidez de propaganda y la determinación brutal de Diego Rivera, ni el mal del alma de José Clemente Orozco, quien sublimiza la agonía racial transformándola en un misticismo comunista, ni las inversiones paradójicas de David Siqueiros, creador de un superrealismo basado en el énfasis que les da a las características recesivas y en la expansión de lo diminuto en lo gigantesco.
De la Selva es, sin embargo, parte del movimiento artístico general de México cuya tendencia central es la revaluación de la historia, de la política y de la estética en términos de justicia social y de liberación económica. De la Selva dignifica las razas, las clases y las culturas despreciadas, pero sin ningún sentimentalismo de turista y sin darse a rapsodias oficiales; halla en ellas el verdadero secreto de la originalidad y vitalidad de la nación mexicana; descubre su fuerza perdurable, el hondo y aún recóndito sentir que exhala su inagotable paciencia, la delicada belleza de su sencillez, la hermosura esplendorosa de su preocupación por el suelo, y su calmada indiferencia respecto de los fetiches extranjeros. En otras palabras, De la Selva desentraña de esas razas, clases y culturas, los valores eternos de su vida, en vez de echarse a llorar por sus miserias de explotación o de ocuparse con la palabrería de fe insulsa de su reivindicación; y así es cómo, a su manera, mueve el centro cultural político de la América tropical lejos del colonialismo en bancarrota estética y social, y lejos de la dominación imperialista y criolla, hacia su verdadera base: la vida indígena y sus adaptaciones mestizas. De modo que es un anunciador, junto con toda la escuela mexicana, del reajuste político y económico implícito en la Revolución Social Mexicana y que ha tenido escaso logro. Si el movimiento artístico mexicano representa muchas contradicciones y confusiones, en cambio ha sido más fundamental y de visión más clara que su contraparte política.
Roberto de la Selva representa un triunfo tranquilo, más allá y por encima de la lucha inmediata.
Es bueno recordar que el movimiento artístico mexicano propiamente abarca a otro centroamericano, Carlos Mérida. Tanto Mérida como De la Selva por más que estén tan distanciados en cuanto a técnica, género y énfasis, tienen en común un rico sentido decorativo que sugiere posibilidades de gran belleza futura que ha de lograrse en el arte de este sector del mundo una vez que se hayan aclarado las nubes de polvo de las batallas.
Los centroamericanos, con sus tonalidades tropicales más ricas, complementan el carácter esencialmente sombrío, de blanco y negro y gris, de Orozco, y los melodramas de color brusco de Rivera; su obra tiene la callada sensualidad de las tierras bajas más bien que la tensión nerviosa de las tierras altas. En este sentido decorativo y en esta riqueza de colorido, De la Selva y Mérida están más cerca de otra escuela artística muy similar en el lejano Sur, la escuela peruana. Mérida, por más que se haya hundido tan profundamente en un surrealismo abstracto, dotó a la pintura mexicana de algo del sentido maya quiché de equilibrio, de proporción y de estructura, especialmente en la obra de su primera época, en el motivo piramidal y en la yuxtaposición de colores lisos que acostumbraba. De la Selva, a pesar de su identificación con el grupo mexicano, contribuye sutilmente influencias nicaragüenses, exuberancia de bosques seculares, fluidez, sensualismo, imaginación flamígera, todo bajo el dominio y freno de una rara agilidad mental.
Más bien que buscar en el Renacimiento italiano con qué comparar la obra de De la Selva, sería provechoso recordar que, junto con camaradas artistas de México, está reivindicando una antigua tradición; está reestableciendo la verdadera continuidad artística mexicana, anteriormente viciada por causa de débiles imitaciones de la escuela francesa; él llena de nueva vida, con su aliento, la tradición perdurable de la piedra y de los tallados en madera y de los códices primitivos que esforzábanse hacia la plena luz de la expresión moderna nacional a lo largo de obras humildosas de tallados parroquiales, de labores en cuero repujado, de obras manuales de artesanía, y de los sencillos retablos de ex-votos en millares de remotos templos. La obra de De la Selva es de linaje directo, tanto en técnica como en temas, de los bastones tallados de Apizaco que un tiempo fueron «fasces» de antigua ceremonia religiosa y de autoridad local y que tan grandemente han degenerado en chucherías de turista con un resultante abandono de los antiguos temas vitales y estéticos, todo por agradar los ojos incomprensivos del visitante extranjero. Esta rica vena del tallado de Apizaco, que tiene eco en Santo Domingo de Oaxaca y en San Francisco Acatepec, cerca de Cholula, la reexplota De la Selva, y le salva su significado original llevándolo a nuevas formas de creación y preñándolo de nuevo saber.
He elogiado grandemente la escuela mexicana. El hecho de que Mérida y De la Selva, dos centroamericanos, hayan podido trabajar armoniosamente con este grupo al mismo tiempo que le brindaban contribuciones personales de individualidad propia, sin que su inspiración creadora se agostara en sus raíces, indica que esa escuela posee posibilidades aun más amplias de las que se le han reconocido y de que se funda sobre una base más anchurosa que la que han podido adivinar la mayoría de los críticos.
La verdad es que la escuela mexicana, aparte de sus encantadoras idiosincrasias nacionales, es parte de un despertar estético general de las altiplanicies y de los trópicos, que se extiende desde el Perú y Bolivia hacia el Norte y hasta el Río Bravo. La escuela peruana, encabezada por José Sabogal y Camilo Blas, si bien es más suave y decorativa que la escuela mexicana, si está más dotada de la pasividad, del espíritu de orden y del sentido de equilibrio peruanos, quiere no obstante, reafirmar también las tradiciones indígenas y crear una síntesis armoniosa de las culturas de la costa y de la sierra, del criollo, del negro, del mestizo y del indio. Valientemente busca esta escuela la raíz real de la nacionalidad peruana, y he aquí que en esa tarea viene descubriendo raíces de algo más amplio que los meros fenómenos nacionales. También restaura la antigua continuidad, la tradición de las decoraciones de las vetustas «huacas» que son de lo más admirable y significativo, en cuanto a expresión artística, que registre la historia.
El arte peruano moderno crea así un nuevo centro político, social y racial: revalúa todas las manifestaciones humanas.
Las investigaciones arqueológicas revelan que hace millares de años las formas artísticas recibieron un común sello regional por sobre una vasta región, la altiplanicie tropical del Nuevo Mundo en contradistinción de las regiones pampeñas de la Argentina, el Uruguay, el Sur del Brasil y la cuenca del Misisipí. Esta vieja tradición está reafirmando su vitalidad jamás perdida. Responde a un despertar racial, cultural y clasista. Los pueblos de esta vasta área están sacudiendo de sus hombros una opresión secular; su nuevo arte pronostica sensiblemente una resurrección continental.
Toda época, toda nación, toda región, representa no solo un problema político y sociológico, sino también un problema estético. ¿No es significativo que el problema estético esté en vías de solución antes que la reivindicación política y económica? Cuando estos problemas interconexos comiencen a desenredarse, como ha de suceder antes de mucho tiempo en Bolivia y el Perú, entonces se libertará una corriente de arte que ha de alcanzar nuevos y mayores logros; nuevos panoramas, hoy obscurecidos, se presentarán a la visión humana; la función del arte será entonces necesariamente distinta, en esa sociedad, de lo que es ahora; sus triunfos serán más anchurosos.
Antes de mucho tiempo, yo hago la predicción, no hablaremos tanto de un arte mexicano como de un arte tropical-serrano de las Américas. De la Selva y sus importantes contribuciones en el Norte son parte de la misma cultura y de las mismas tendencias que les han dado campo tan amplio de acción a Sabogal y a Blas en el Sur. Ambos grupos son portavoces de lo que probablemente sea la contribución más grande, en artes plásticas, del mundo moderno. Será fruto de formas de arte indias, negras y europeas occidentales, fundidas en síntesis cultural, y acatadoras de nuevos pero lógicos contornos. Sea como fuere, hay promesa y sugestión de un arte más flexible, más rico, más fuerte y más universal que cuanto pueda darnos el porvenir en Europa Occidental o en los Estados Unidos.
EL ESTILO MEXICANO
Roberto de la Selva
(Capítulo 24 de El Arte en México)
En su muy sugestivo prólogo al libro Danzas regionales de M. Saavedra, se pregunta don Manuel Camio cuál es el estilo pictórico genuinamente nacional, si «el de los vanguardistas, el de Rivera y Orozco, el de los conservadores de academia, el que ostentan óleos coloniales de iglesias provincianas, el de pulquerías y retablos truculentos donde palpita el alma y la técnica del artista popular, el de decoraciones bellamente estilizadas que aparecen en vasijas, telas, lacas, etcétera y en cuya paciente formación ha gastado el indio decenas de siglos».
Y se responde diciendo que «no podríamos contestar a tales cuestiones ni creemos que nadie pueda hacerlo simplemente porque todavía no poseemos una verdadera nacionalidad… En México hay, en vez de una sola nacionalidad, diversos regionalismos de raza, cultura, arte, etcétera».
Son en sí los acervos transcritos, de importancia intrínseca, y resultan doblemente ponderables dichos por tan eminente autoridad sobre asuntos mexicanos como el ilustre profesor Gamio. Yo, empero, me atrevería a afirmar que no es difícil hallar en cada campo artístico de los mencionados por Gamio lo que tienen de esencial mexicanismo. Desde luego, dándole a las preguntas formuladas otra forma, porque la que tienen es para que sea imposible toda respuesta.
El estilo pictórico genuinamente nacional no puede circunscribirse ni medirse por ninguna manifestación artística, sino que es cosa diferente de todas esas manifestaciones, tiene vida propia, existe en sí, y en cuanto a las obras de Arte, las de los vanguardistas, la de Rivera, la de Orozco, etcétera, expresarán o no ese estilo, pero sin monopolizarlo, ni circunscribirlo, sin agotarlo. Es hasta posible qua el estilo pictórico genuinamente mexicano esté en mayor o menor evidencia en todas esas manifestaciones de Arte. Lo importante es declarar, fijar o definir ese estilo, y luego establecer la comparación entre la norma hallada y la obra de Arte que se quiere juzgar conforme con ese criterio. O bien se pueda tomar en todas las manifestaciones de Arte que se producen en México aquello que nos parezca manifestaciones de Arte de otros pueblos. Por cualquiera de los dos métodos se puede llegar a una opinión lógica.
Si lo que hemos dicho respecto a las categorías de Arte —de agresión, de defensa, y de fuga— es cierto, cierto es también que esa misma base servirá para establecer el carácter de un pueblo, para definir el mexicanismo del mexicano, el peruanismo del peruano, el japonesismo del japonés, etcétera. Porque cuando los pueblos tienen vida, forzosamente asumirán en medio de la vida las tres ya actitudes ya definidas, y una de esas actitudes le será a determinado pueblo más común y por ende característica.
Aquellos pueblos cuya actitud más frecuente es la de escape, la de fuga, apenas sí dejan huella. Cuando la conquista española de América numerosas tribus de indígenas huyeron, remontándose para aislarse, y en Centroamérica y en la América del Sur, grueso número de esas aborígenes lograron ponerse a salvo, pero jamás crearon nada. Tampoco son creadores los pueblos agresivos cuya actitud más común es la de ataque, los pueblos agresivos; en cambio son grandes ordenadores y suelen aprovecharse de la creación de otros pueblos, de la obra creadora de los pueblos cuya característica es vivir con eterna emoción de defensa.
Estos últimos no son conquistadores, no hacen imperios, no saben dominar a otros pueblos, o si en virtud de solo mejor organización se cumple en ellos la ley de Mommsen, dejan en tal forma intactos a los pueblos sobre los que ejercen algún dominio que frecuentemente el imperio ejercido es solo nominal.
Las tribus indígenas que los blancos hallaron en lo que es hoy los Estados Unidos, fueron de carácter fugitivo. Frente al blanco su resistencia fue espasmódica, y jamás atacaron sin antes tener preparada la retirada. Se les aniquiló mientras huían. En cambio, el araucano del extremo sur del continente era agresivo por naturaleza, si le vencieron fue peleando, y jamás se le deshizo por la espalda, aniquilándolo en fuga.
El tercer tipo, el del indio por excelencia de temple defensivo, es el aborigen de la meseta mexicana y de la altiplanicie incaica. Estos indios no supieron o no quisieron huir ni agredir, sino solo defenderse. Desde la llegada de Cortés a México y de Pizarro al Perú, hasta nuestros días los mexicanos y los quechua no cesan de defenderse. Cuando lucha, su manera de luchar es trasunto de defensa. Y son estos indios los incomparablemente creadores, constructores, señores de la tierra.
Ese mismo carácter defensivo es el de los antiguos chinos, el de los egipcios milenarios, el de griegos de las grandes épocas, los que construyeron murallas gigantescas, pirámides enormes, muros ciclópeos, a la vez que hicieron que la tierra les rindiese abundantes frutos. Agresivos por contra, fueron las huestes de Gengis Khan, las de Atila y de Alarico. Fugitivos han sido siempre las tribus africanas. Y el Arte de cada uno de estos numerosos pueblos delata, revela, proclama su carácter. La estatuaria negra es incomparable excepto como visión de un mundo fuera de nuestro mundo, como interpretación o revelación de una existencia delucha actual. Los agresivos ni hicieron Arte ninguno, ni trabajaron el suelo. Son los pueblos de carácter defensivo, los grandes agricultores, los grandes constructores, los grandes artistas.
He aquí que los ingleses, en quienes predomina la actitud agresiva, han podido someter bajo su yugo a la India, pero jamás ni por asomo, han podido hacer un Arte propio ni en literatura (pese a Chaucer afrancesdo y a Shakespeare italianizante), ni en arquitectura (que ni es tan grande cosa Christopher Wren), ni en música (porque Hayden no era inglés), ni en pintura (a pesar de William Blake). Claro, no son los ingleses agresores en todo tiempo e instante, no; por eso algún Arte tienen; pero la pobreza relativa de su Arte, en comparación con los otros pueblos, el de la India por ejemplo, va aparejada a su mayor inclinación por agredir. Y como el de los ingleses, así aunque más fuertemente definido, es el carácter de los norteamericanos. Su esencia es la agresión. Frecuentemente no se dan cuenta de que son agresores, y no se duelen de que se les tache como tales. Desde que la primera colonia inglesa se fundó en suelo hoy yanqui, no ha cesado la agresión de esas gentes. No solo más de la mitad de su territorio le fue arrebatado a Latinoamérica, sino que ha hecho presa mayor, más extensa y más rica, en el domino espiritual nuestro. Muy claro ha de estar quien no vea hasta qué punto estamos supeditados mentalmente a los vecinos del Norte, cómo son ellos quienes forjan nuestras opiniones a su antojo, cómo ellos se han erigido en valorizaciones de lo nuestro, cómo dominan nuestras finanzas nacionales, nuestras economías mal organizadas; pese a todo lo cual, harán grandes characanadas réplicas de partenones y panteones, de catedrales griegas y de tumbas egipcias, pero no pueden crear orden artístico ninguno; ni han sabido, por otra parte, trabajar la tierra; su agricultura es un fracaso colosal, conforme lo declaraba en memorable Mensaje al Congreso el Presidente Roosevelt; tierras excelentes habían sido convertidas en desiertos por una voraz agricultura despiadada.
El mexicano, en cambio, y al igual que él el peruano, tiene su mayor goce no en poseer, no en dominar, no en un imperio que ejercer, sino en la parcela de tierra que cultivar, el grandioso edificio que construir, la preciosa cosa útil que adornar. Cuando su manera de vivir se ajusta a su carácter, el indio es feliz, tranquilo; cuando se violenta su carácter, cuando se le niegan tierras, cuando no puede edificar, cuando se pretende quitarle hasta el goce del adorno, entonces el indio se defiende, y lucha por defenderse.
Porque claro está que el carácter defensivo no implica incapacidad para luchar, al contrario, pero quien tiene ese carácter lucha en defensa por el afán de adquirir, por resguardar lo propio antes que por tomar lo ajeno.
No hago más que esbozar el asunto. Estoy convencido, sin embargo, de que un estudio completo de la historia de México buscando en ella la revelación del carácter mexicano, comprobaría sobradamente el aserto que aquí hago: No es agresivo el mexicano, ni es característico de su actitud frente a la vida el huir, sino que antes bien su carácter es eminentemente defensivo. El español, que trajo arrestos de conquista, que vino a forjar imperio, al mezclarse en las razas aborígenes sufrió modificación, mexicanizándose por completo. Hoy más que nunca, la actitud de México es de desvelo continuo, de alerta perpetuante, de defensa sin descanso.
Y hallado el carácter de esta nación, no es difícil encontrar su estilo. Su carácter forjará o determinará el estilo genuinamente nacional, en todo orden de manifestación, incluso en Arte. En literatura ello puede comprobarse hasta la saciedad. El mexicanismo de Ruiz de Alarcón es medular. En cuanto escribe el mexicano se defiende. La literatura mexicana es un hacinamiento de defensa. Hasta un escritor tan aparentemente agresivo como Vasconcelos, no tanto agrade como se defiende, se explica a sí mismo, hace una vehemente apología de su vida, se forma escudo que quiere tener como la égida de Zeus orla de terror y centro de cabeza de Gorgona para petrificar a quien se le enfrente.
Este temperamento mexicano quizás explique el formidable éxito de Diego Rivera. Diego, como ya hemos dicho tantas veces, es de una actitud frente a la vida característicamente defensiva. Su Arte, revelador de esa actitud fundamental suya, está más acorde con el carácter nacional que la actitud de ningún otro pintor contemporáneo. Hasta pareciera ser que Diego ha hecho en su labor pictórica, como gran número de críticos lo proclaman, la más completa revelación del modo de ser mexicanos, del alma de México. Y no importa que su técnica (a pintar al fresco bueno lo enseñó el francés Jean Charlot) sea extranjeriza; no importa que superficialmente no haya entroncado con ninguna de las tradiciones artísticas en que es tan rico México (como lo apunta su más elocuente y sabio panegirista, don Samuel Ramos), Diego es eminentemente mexicano y su Arte está henchido de ese estilo que don Manuel Gamio anda buscando.
Ese estilo todo lo mexicano lo compromete, es común al ritmo de las danzas, al sabedor de las decoraciones de jícaras y guajes, al ordenamiento mismo del paisaje, y se hace voz en el «corrido» como el corrido se hace cosa pictórica en Diego.