Se conocía en el medio artístico mexicano como un “lobo solitario” que “trabajaba en la soledad y en el silencio” …” Sin haber sido nunca un buscador de publicidad”. A diferencia de sus colegas de los primeros años del siglo, nunca había estado en Europa, pero conocía perfectamente la Historia del Arte y las ultimas tendencia del Arte parisiense, como el cubismo.
JOSE CLEMENTE OROZCO, quizás el más grande pintor del siglo XX, reconocía en el ´400 italiano el origen de la grande pintura mexicana y latinoamericana moderna. Exactamente como lo había reconocido David Alfaro Siqueiros en su Conferencia dictada 1966 y titulada “LO QUE LE DEBE EL MURALISMO MEXICANO AL ARTE ITALIANO” y como lo habían reconocido también Diego Rivera, el Dr. ATL Gerardo Murillo y todos los grandes artistas latinoamericanos del siglo pasado.
En su libro “El renacimiento del muralismo mexicano 1920-1925” el maestro Jean Charlot describe la atmosfera que se vivía en Mexico y enseguida reporta un escrito de José Clemente Orozco en donde se menciona el ´400 italiano:
“El primer entusiasmo nacionalista por las artes populares, que el Dr.Atl y Best Maugard encendieron apenas, había disminuido y sin embargo el grupo de muralistas dependía, en gran medida, del arte folclórico para su estética, y de las formas populares para sus sistemas. Como suele suceder en este proceso mental, donde la amorosa afirmación creativa necesita un humus de odio para crecer, Orozco, al escribir en esta época sobre muralismo, empezó con una condenación general de las soluciones ya intentadas por sus camaradas:
La pintura en sus formas superiores y la pintura como un arte menor popular se diferencian esencialmente en lo siguiente: La primera tiene tradiciones universales invariables de las cuales nadie puede separarse por ningún motivo, en ningún país y en ninguna época. La segunda tiene tradiciones puramente locales que varían según la vida, las transformaciones, las agitaciones y las convulsiones de cada pueblo, de cada raza, de cada nacionalidad, de cada clase social y aun de cada familia o tribu.
Es por esto que si lo que se entiende por “nacionalismo” es aplicado a las artes menores populares, se está en lo justo. Pero querer aplicarlo a la gran pintura, a la decoración mural, por ejemplo, es un desatino imperdonable. Cada raza podrá, y deberá dar su contribución intelectual y sentimental a esa tradición universal, pero no podrá JAMAS imponerle las modalidades locales y pasajeras de artes menores.
Personalmente detesto representar en mis obras al tipo odioso y degenerado del pueblo bajo, que generalmente se toma como asunto “pintoresco” para halagar al turista o lucrar a su costa.
El verdadero nacionalismo no debe consistir en tal o cual indumentaria teatral, tampoco en esta o aquella canción popular de mérito más que dudoso, sino en nuestra contribución para la civilización humana, ya sea contribución científica, industrial o artística, y es más “nacionalista” el pintor que trabaja dentro de la tradición italiana del cuatrocientos y quinientos, por ejemplo, que aquel que se emboba con los jarritos y cazuelas nacionalistas muy propios para decorar la cocina, pero no el salón y menos la biblioteca o el laboratorio.
Somos nosotros los primeros responsables en haber permitido que se haya creado y robustecido la idea de que el ridículo “charro” y la insulsa “china poblana” representen al llamado mexicano, y lamento profundamente que el no menos ridículo “jarabe tapatío” se haya popularizado entre las clases que se llaman a sí mismas cultas y educadas.
Por estas ideas renuncié, de una vez por todas, a pintar huaraches y calzoncillos mugrosos, y claro que deseo con toda el alma que la gente que los usa los abandone y se civilice, pero no lo glorifico, del mismo modo que no se glorifica el analfabetismo, el pulque, o los montones de basura que “adornan” nuestras calles.
Toda estética, cualquiera que ella sea, es un movimiento progresista y no retrógrado. Ni en las exposiciones de 1916 ni en ninguna de mis obras serias hay un solo huarache ni un solo sombrero ancho”.
José Clemente Orozco, El artista, pp.136-138